lunes, 29 de julio de 2019

¿Los subnormales van al infierno?



 ¿Sabes lo que dicen los niños de la plaza?  Que los subnormales no van al cielo, van al infierno

Esta es una frase extraída de un artículo histórico que publican en 1978 en la revista Cuadernos de Pedagogía, Pilar Gayá y Rosa Mª Calderer, maestras en colegios de Educación Especial. El artículo es una transcripción literal de fragmentos de conversación entre alumnos/as de 7 a 17 años en dichos centros, que giran en torno a cómo perciben y viven sus diferencias. Básicamente, surgen sentimientos negativos hacia el concepto “subnormal” como una etiqueta que llevan allá donde van y que todo el mundo, ajeno a su realidad, señala y ridiculiza.



Eh profesor… ¿por qué pone “subormales profundos” ¿Qué cuando piensas que como si estuvieras dentro del agua y no pudieras salir, o qué? ¿Un subnormal profundo con algo ni con nada no puede aprender nunca, nunca? ¿Ni que le ayuden?

La diferencia como un peso que arrastra, que hunde, que sumerge, y que difícilmente deja salir a flote. Ni con ayudas, ni con apoyos. Un lastre de por vida que, además, es motivo de burla y desesperanza.

Esto es lo que más me empreña. Cuando llego al coche y me dan la carta [con el sello del Patronato] lo tacho, lo tacho hasta que no se nota. No sé, me entra una rabia…

La conciencia de su condición aparece íntimamente ligada a la vergüenza. Nadie quiere ser “subnormal”, no es motivo de orgullo sino que más bien, genera rabia y frustración. Los chicos refieren ser señalados, insultados, humillados. Los demás hablan de su “colegio”, de sus problemas, de sus locuras, de su mundo aparte. Continuamente, la línea que separa a los “normales” del resto, esa línea imaginaria que todos hemos trazado y que nos ha servido para esconder, o al menos aislar, todo aquello que no nos ha gustado.

La debilidad, la dependencia, la fragilidad. Algo tan humano y cotidiano y, a la vez, tan incómodo de vivir. Niños subnormales. En colegios para subnormales. Con educadores para subnormales. Siempre con la etiqueta por delante para que, de alguna manera, descarguemos en ella toda la responsabilidad. No puede integrarse porque ES subnormal, no puede aprender porque ES subnormal, no puede entrar en este o aquel centro porque ES subnormal. La familia está agotada porque su hijo ES subnormal. Los padres, pobres padres, ¿cómo van a estar si tienen un hijo que ES subnormal?

Subnormal, tonto, loco, idiota, raro, discapacitado, minusválido, diferente… Palabras que resuenan en la cabeza de alumnos como los de Pilar y Rosa. En 1978 y hoy en casi cualquier aula. Quizá hayamos cambiado las palabras, sí hemos avanzado, pero a paso tan lento que muchas personas, muchos alumnos viven continuos dilemas y sufrimiento en relación a su identidad. ¿Por qué yo? ¿Por qué soy así? ¿Quién me ha hecho así?

Estas son algunas de las conclusiones que escriben las autoras y que, francamente, son más actuales que nunca:

Este niño que no sigue se convierte en un estorbo para el maestro que por otra parte se ve imposibilitado para atenderle. ¿Qué hacer con ellos? ¿Cómo hacer para que se integren en la máquina escolar? Se intentan soluciones: cursos paralelos, aulas especiales... hasta llegar a la escuela especial. Nadie quiere estos cursos paralelos porque el trabajo es ingrato y poco brillante, los niños toman conciencia de ser los tontos y se agravan los problemas. Todo ello contribuye a desenfocar el problema, se margina al niño difícil agrupándolos y separándolos del resto, de manera que no se ponga en cuestión el mismo sistema escolar, manteniendo la situación de la escuela actual sin plantearse soluciones eficaces.

En los momentos de mayor espontaneidad surgen sentimientos de una gran desvalorización de sí mismos, conceptos degradantes, reflejo de lo que se oyen decir por el hecho de ir a una escuela de subnormales. Esto crea la marginación y hay que darle un nombre. Los que no siguen la norma de la escuela son los subnormales. El mismo sistema que fomenta la jerarquización tiene entonces la necesidad de aparentar una protección hacia los menos dotados, cuando lo que está haciendo en realidad es aumentar cada vez más estas diferencias...

El niño, así marginado, no es raro que viva esta situación como una profunda autodesvalorización, al no ser capaz de responder a las aspiraciones de su entorno. Es posible que en algunos casos tuviera que existir una escuela con unas características determinadas para acoger niños profundos o muy inadaptados; pero incluso en estos casos como ayuda real al niño, procurando no apartarlo de los otros niños de su barrio, etc., nunca como cajón de sastre para recoger y silenciar los fallos de la escuela normal.

No sabemos si los subnormales irán al infierno. Pero, desde luego, hagamos que no tengan que vivirlo en la tierra.


*Bibliografía: Gayá, P., y Calderer, R. (1978). ¿Los subnormales van al infierno? Cuadernos de Pedagogía número 38. 

lunes, 10 de diciembre de 2018

Día Internacional de las Personas con Discapacidad


Hoy me he cruzado contigo. Era de noche y había mucha niebla. Caminas encorvado, echado hacia adelante, da la sensación de que en cada paso puedes perder el equilibrio y caerte. Pero sigues avanzando. A tu lado, un señor. Camina despacio pegadito a ti. De vez en cuando te pasa una mano por la espalda suavemente, o te toca el brazo, acercándote a él.

Suelo verte paseando por las tardes, imagino que ya de vuelta a casa, para cenar. Se te oye desde lejos. Haces sonidos, sin (aparente) sentido, con una voz ronca. Tus manos se mueven en aleteos violentos. Tus pies están girados hacia adentro. Estás mayor. Tienes menos pelo, y algunas canas. La cara más redonda. Vas bien vestido. Abrigo largo, zapatos gruesos, bufanda. Eres un señor. Tendrás más o menos mi edad. Quizá algunos años más.

Te recuerdo jugando en el mismo parque, como todos los niños del barrio. Igual de encorvado que ahora pero mucho más ágil. Corriendo, agitando las manos, y chillando de un lado para otro. Recuerdo tenerte miedo. Mezcla de miedo e intriga. Eras, para los demás niños, un misterio. ¡Que viene M., que viene M.! Salíamos corriendo a verte, entre risas nerviosas y tropezones.

Hace una semana se celebró el Día Internacional de las Personas con Discapacidad y pienso en ti, y en otros muchos, para los que dicha celebración es totalmente ajena. Me pregunto si realmente todos los esfuerzos conllevan cambios en tu día a día, en tu realidad, en la vida de tu familia, en la vida de aquellos que te cuidan. En quienes te dan de comer, te llevan al baño, te acuestan. Te duchan, te cambian de ropa, te suben en brazos las escaleras, te levantan cuando te caes. Te colocan las gafas, te cambian de postura en el sofá para evitar que te hagas heridas, te llevan de paseo, te limpian la boca después de comer, te acercan el vaso para que bebas. En todos esos que tienen dolores de espalda porque, día tras día, te meten a la cama, te llevan de la mano al baño, te sientan en la ducha, repitiendo movimientos, soportando todo tu peso y venciendo tu resistencia cuando te enfadas. En quienes no pueden salir de casa cuando quieren porque no pueden dejarte solo. Pienso en todos ellos, que buscan ayuda pero se encuentran con obstáculos, con burocracia, con incomprensión, con vacíos. Me pregunto si mejoraremos su vida, y la tuya, o seguiremos haciendo literatura.

Me pregunto si merece la pena, si hay esperanza, si quienes vengan detrás de ti serán más felices, más respetados, más reconocidos, más visibles. O si es simplemente todo una fachada porque nunca podremos aceptaros, teneros como a un igual. Me pregunto por todos esos niños que hoy aparecen en las campañas (la mayoría bonitas, tiernas y positivas) que celebran la diversidad; me pregunto si cuando tengan tu edad seguirán apareciendo y siendo la cara visible de las celebraciones. O si estarán, como tú, paseando al anochecer, ajenos a todo, dando pasos inciertos, acompañados únicamente por una mano amable que sujeta, de vez en cuando, tus andares y evita que te caigas en el camino hacia casa.






A mi tía Roca, que va perdiendo capacidades, pero sigue siendo pilar

A todos los que, como ella y como M., me recuerdan que lo verdaderamente importante son las personas

Con motivo del Día Internacional de las Personas con Discapacidad (3/XII/2018)

martes, 16 de octubre de 2018

#PedazosDeVidas: Rosita


"Yo podía ser casada…"

Eso decía Rosita (pongamos que se llamaba así), una mujer joven, al resto de compañeros del taller en el que trabajaba. Eso decía en un intento de diferenciarse de todos ellos, personas con discapacidades diversas pero vidas muy similares. Como un modo de explicar que ella, en un contexto diferente, o en un momento diferente, podía haber sido de otra manera. Eso decía para hacer ver que sus capacidades estaban por encima de aquello que el destino, o la época, o su familia, habían sentenciado para ella.

Rosita tenía un problema, había nacido con una malformación en la oreja que no solo le daba un aspecto físico diferente sino que tenía consecuencias en su audición. Como era “rara”, y además no oía bien, enseguida entró a formar parte del grupo de niños retrasados. A sus peculiaridades físicas se le sumaban una familia grande, unos padres con escasa información y pocas oportunidades, y un entorno rural en el que la diferencia establecía una línea difícil de cruzar entre normales y el resto.

Rosita intuía que ella podía más. Que ella era capaz. Que ella solo necesitaba una oportunidad. Que ella podía aspirar a metas más altas. Incluso, podía ser casada, el máximo exponente para muchos en ese momento de la libertad, de la autonomía y de la madurez.

Pero Rosita nunca se casó. Nunca fue a la escuela. Nunca salió de su pueblo. Nunca fue más allá de las tardes en el taller, construyendo pinzas para vender a bajo precio. Quién sabe si fue feliz o siguió pensando en todo lo que “podía haber sido” pero que nunca fue…

#PedazosDeVidas




viernes, 31 de agosto de 2018

Sobre ficción y realidades


Una tarde de verano, en la piscina. Un grupo de adolescentes divirtiéndose en el agua. Uno bucea con unas gafas azules, vistosas, grandes, llamativas. Una chica, sentada en el bordillo, le grita “¿Sabes qué pareces? Con esas gafas parece un subnormal”. Ella y su amiga se ríen. Él se acerca y les salpica. Ellas siguen riéndose, levantándose apresuradas para no mojarse. Él les salpica aún más y grita “Tú sí que pareces subnormal con esa cara”. También riéndose. Las chicas se alejan y hacen gestos con los brazos, balanceándolos de un lado a otro, mientras emiten sonidos extraños (como si fueran focas aunque, obvio, pretenden ser otra cosa).

En estos días en los que se habla tanto del humor y de aquellos que se ofenden, en ese momento, se me llena la cabeza de preguntas. Me pregunto si será verdad aquello de que el humor es ficción. Imagino que el grupo de adolescentes no son malas personas. Imagino que no pretenden ofender. Imagino que esa broma la habrán oído, y hecho, miles de veces. Para qué elegir otro insulto si existen los “subnormales”. Que hablan raro, miran raro, llevan gafas raras, se mueven raro… Por qué no hacer humor de un grupo que, al fin y al cabo, tiene otros muchos problemas más urgentes. Por qué no, si siempre nos ha hecho gracia. Si tradicionalmente han sido objeto de burla, de escarnio, de desprecio. ¿Por qué no seguir haciendo humor a su costa? ¿Por qué no reírse de un chiste aislado que (dicen) no tiene por qué ser reflejo de lo que uno de verdad siente, o cree?

Pienso, otra vez, en los límites entre ficción y realidad. El chiste (dicen que) es una ficción. La realidad es la discriminación diaria, en las escuelas, en los trabajos, en las relaciones personales, en el ocio. Quizá esa sea la lucha, y no ofenderse por una broma, (dicen que) inofensiva. Pienso en hasta qué punto es legítimo sentirse ofendido por algo así. En si el derecho a la libertad de expresión (y a hacer chistes sobre lo que a uno le apetezca) riñe con el derecho a sentirse ofendido y pedir respeto. También en si es legítimo ofenderse si uno no es un “subnormal”. Pienso en si mi reacción hubiera cambiado de haber tenido un hijo “subnormal”.

Pienso, otra vez, en eso de la ficción y la realidad… En que quizá lo que para alguien es ficción para otros es realidad. En que quizá la ficción construya realidades. Quizá la ficción ayude a crear la realidad. O no. Quizá sea consecuencia de la realidad. O causa.

Me gustaría saber por qué esa chica ha elegido el término “subnormal” para reírse y hacer una broma. Qué piensan de todo esto. Si creen que eso forma parte de la discriminación que, aún hoy, experimentan dichos “subnormales”. Me gustaría saber si se reirían igual si hubiera estado delante un “subnormal”. O si hubieran tenido, alguno de ellos, un hermano “subnormal”. Me gustaría saber si ya lo tienen. Y si aun así, consideran que el insulto es solamente humor, una broma, un chiste, un modo de reírse todos. Si teniendo un hermano “subnormal” son capaces de hacer humor, inofensivo, de ficción. También me gustaría observarlos más tiempo para saber si hacen bromas sobre, por ejemplo, sus propios defectos. O si piensan que eso es ofensivo, en el caso de que otros lo hicieran. Me encantaría hablarlo con ellos. Me gustaría que alguien lo hiciera.

Los límites entre ficción y realidad… Ofenderse o no… Sigo pensando en esto. Este pequeño chiste en la piscina… ¿Afecta a la vida de aquellos considerados “subnormales”? ¿Contribuye o no a todos esos otros problemas que (dicen) sí son reales? ¿Impiden que esos problemas se superen? ¿Tiene algo que ver o no? Ese chiste, ¿no será como una piedrita en el zapato? Una piedrita inofensiva, pero que duele. Una piedrita que, a pesar de ser pequeña, no deja caminar…

Pienso en todas estas cosas y, cuando me doy la vuelta, veo que el grupo de adolescentes ya se ha ido y probablemente ni se acuerden de lo que ha sucedido apenas hace unos minutos. Y salgo del agua, con todas estas preguntas en la cabeza que igual que el chiste, parecen ficción pero que, para mí, forman parte de la realidad.