martes, 23 de agosto de 2016

Tópico 3. Las personas con discapacidad son como niños grandes

Seguimos con los tópicos... 

Un niño grande, un bebé para siempre, compañía de por vida, eterna infancia… Estas, entre otras, son expresiones que muchos padres y madres de personas con discapacidad han tenido que escuchar a lo largo de su vida. Forman parte de una “construcción” cultural, elaborada a base de prejuicios y estereotipos, según la cual las personas con discapacidad permanecen de por vida en un estado infantil. Existe una tendencia a creer que las personas con discapacidad no crecen, no maduran, no envejecen psicológicamente, no evolucionan. Como consecuencia, se les da un trato infantilizado, que no se corresponde con su edad,  y que se manifiesta de diversas maneras: desde el lenguaje utilizado para referirnos a las personas con discapacidad (“el crío, la chica”, diminutivos, etc.), hasta ciertas ideas y juicios sobre su vida (no necesitan intimidad, son asexuales, etc.), pasando por el modo en que nos dirigimos a ellas (tono emocional paternalista, simplificación del lenguaje, etc.).

En cierta medida, esta idea tan extendida tiene una explicación lógica (al menos, entendible...). Las personas con discapacidad, con frecuencia, no alcanzan ciertos hitos que marcan las diferentes etapas vitales y que nos recuerdan –de algún modo- que envejecemos (salida del hogar, matrimonio, llegada a la universidad, etc.). Además, cuanto mayores son las necesidades de apoyo de la persona, más nos recuerda su conducta al comportamiento de un niño (por ejemplo, si hay que darle de comer, si no habla, si no comprende razonamientos complejos, etc.). Por otra parte, al permanecer durante más tiempo en el contexto familiar, y tener menos oportunidades para la vida independiente, las personas con discapacidad pueden “estancarse” de algún modo en sus roles como hijos/as, necesitados de la protección y vigilancia de sus mayores.

Sin embargo, dicha infantilización tiene importantes consecuencias negativas para las personas con discapacidad. Supone negarles ciertos derechos y limitar, en gran parte, las oportunidades para ejercer y practicar determinadas habilidades. Con frecuencia, está asociada a pautas educativas que priman la sobreprotección por encima de la autodeterminación; la exclusión sobre la inclusión; la rutina sobre las nuevas experiencias; la seguridad sobre el riesgo. La perspectiva vital de las personas se reduce porque, se presupone, no tienen objetivos, ni aspiran a más, ni requieren más que el cuidado y la atención de su familia. Se les trata con condescendencia, no se les exige pero tampoco se les proporcionan oportunidades para enriquecerse. No se promueve su participación y se reduce el control sobre su vida. Es, en realidad, una forma de mal trato sutil que, bajo la apariencia del cariño, empobrece la vida de las personas. Las convierte en niños eternos, sin opinión, en riesgo constante de ser manipulados y que –tristemente- se acostumbran a vivir según lo que otros deciden.

Así que no, las personas con discapacidad no son niños eternos. No viven en una infancia permanente. No necesitan vigilancia constante ni un trato paternalista. No quieren, ni reclaman, compasión. No viven de la pena ni de  las miradas por encima del hombro. Las personas con discapacidad también crecen. Y negar esto es negarles el derecho a tener una vida plena.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Sobre lenguaje y realidades

Continuamente salen a la luz debates que parece que tienen que ver con el lenguaje pero que encierran temas mucho más complejos. Escucho cómo la gente se posiciona de un lado o de otro. Algunos me preguntan. Muchos critican la “hipersensibilidad” de las personas con discapacidad, y de sus familias. Alegan que el lenguaje se debe al uso que la gente hace de él, y que no se puede cambiar “artificialmente”. Otros se oponen: el lenguaje crea realidades y, como tal, es un arma poderosa de exclusión, o inclusión.

Y, siempre, en medio de todas las disertaciones, me imagino conversaciones cotidianas como esta…
- Mire, le agradecería que para hablar de mi hijo se refiriera a él como [Inserte nombre], y no como “el autista” (se puede sustituir por “el retrasado”, “el subnormal”, “el raro”, “el Down”, “el deficiente”). 
- Pero eso ¿por qué? Tendrá que reconocer la deficiencia de su hijo, ¿no? 
-  Bueno… mi hijo tiene una serie de limitaciones, sí. Pero es mucho más que simplemente su autismo, su síndrome, su condición… 
- Lo que yo creo es que usted no ha aceptado a su hijo tal y como es. Estará en la fase de negación… He oído hablar de eso, dicen que es como pasar un duelo. Probablemente, llegue el momento en que pueda aceptar su situación.  
- Sí, sí que lo he aceptado, créame. Pero, repito, cuando miro a mi hijo veo a [Inserte nombre], y no a “un autista” (de nuevo, se puede sustituir por “un retrasado”, “un subnormal”, “un raro”, “un Down”, “un deficiente”).  
- No pretenderá usted negar que su hijo no es como los demás… Es de cajón que no es normal. 
- No, no. Lo sé. Lo conozco bien. Pero, de verdad, es que hay mucho más allá de la discapacidad. El resto de mis hijos no son tampoco como los demás, todos son diferentes. La percepción de la “normalidad” es algo realmente muy discutible.  
- Bueno… todos sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de normalidad. Y es que no es lo mismo ser diferente por tener el pelo de otro color que ser diferente por ser deficiente. 
- En serio, conozco cómo es mi hijo. Conozco el autismo (el síndrome de Down, etc.). Lo conozco mejor que usted. Por eso mismo, debería hacerme caso... El autismo de mi hijo conlleva dificultades, pero actitudes como la suya son barreras mucho peores. 
- Ya, claro. Ahora me dirá que el autismo es neutral, que no es nada malo. Y que la culpa es de los demás… 
- Hombre, yo no quería tener un hijo con autismo pero, vaya, si el mundo fuera de otra manera, a lo mejor no sería tan difícil. 
- ¡Ya lo que nos faltaba! Ahora resulta que tenemos que cambiar los demás para hacer la vida más fácil de unos pocos. ¡Cualquier día viene un ciego y dice que él tiene derecho a ver…! 
- Es un poco más complicado que eso, yo si quiere se lo explico. Pero nos llevará un rato. 
- Mire, no tengo tiempo. Yo también tengo hijos que atender, a ver si se cree usted que es la única. 
- Claro, claro. Váyase usted. Por cierto, ¿cómo se llaman sus hijos?